Este artículo fue publicado originalmente en Repúblicos el día 18 de diciembre de 2020.
Diría Nicolás Gómez Davila que «el moderno no tiene vida interior: apenas conflictos internos». (Gómez Davila, 2002, p. 22). Lejos de la razón no se encuentra pero nos convendría extender la idea del escolio, en el sentido de que tanto los partidos políticos contemporáneos o modernos, como las nuevas avant-garde, carecen de vida interior y por tanto, pocos conflictos internos tienen. Pero claro, si el moderno pocos conflictos internos tiene, el posmoderno no tiene ninguno. El posmoderno los fabricará. De aquí a que podamos afirmar que estamos frente a la génesis nihilista de determinados conflictos o problemas que de forma son políticos, pero no de fondo. La finalidad del partido político en la nueva modernidad, y más concretamente de todos los lobbys cortoplacistas —aborto, feminismo, eutanasia, etcétera—, será parasitar el Estado. Así, nos diría Mishima (2006) que «el problema es que la situación política moderna ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio» y que «ha transformado la sociedad en un teatro» y «al pueblo en una masa de espectadores porque la actividad política ya no alcanza el nivel del antiguo rigor de lo concreto y la responsabilidad». (p. 80). En esta línea de ideas, Mishima nos habla de una realidad vigente: el problema del arte y la política. En palabras más concretas, la transformación política del arte o la metamorfosis artística de la política. Habiendo sido claros a la hora de catalogarlo como un problema político, bien podríamos trasladarnos al fondo del meollo.
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