
Llamados por disposición divina a cultivar el campo del Señor, y apacentar el rebaño cometido a nuestro cuidado por el Príncipe de los Pastores, estamos obligados a velar con atención, según nuestro cargo, para que el hombre enemigo dispuesto siempre al mal, no siembre la cizaña, aprovechándose de nuestro sueño, y para que no trascienda al redil del Señor la contagiosa corrupción de la cual resulte la pérdida total de las ovejas que Jesucristo adquirió para sí con su sangre, y que debemos conservar salvas. Por lo cual, si jamás en tiempo alguno debemos cesar en este vigilante cuidado, mucho mayor debe ser nuestra diligencia, cuanto más grandes y más inmediatos se conoce que están los peligros del rebaño; porque si por nuestro descuido o silencio diésemos motivo a que alguna oveja pereciese, eñ Señor demandaría con total severidad su sangre de nuestra mano.
Por cierto vemos con grandísimo sentimiento nuestro que los pueblos fieles de las Españas se hallan constituidos ahora en grandísimo peligro, porque el enemigo del género humano, envidioso de que esta nación haya conservado la fe ortodoxa entera y sin violación hasta hoy (lo cual ciertamente le ha merecido el nombre y título de católica) y de que no haya podido establecer en este Reino su imperio, proyectó e intentó perder a la nación española por los mismos medios con que precipitó en otras regiones las almas de muchos fieles en el abismo de la perdición.
No ignoras, amado hijo nuestro, cuán graves males ha producido en muchas regiones de Europa aquella desenfrenada licencia con que se han esparcido por todas partes los libros de reprobada lectura, frutos en verdad de aquellos hombres de los cuales el apóstol S. Pablo, en su carta segunda a Timoteo, manifestaba claramente en qué concepto deben ser reputados. Conoces bien aquella clase perversísima y dañosísima de doctrinas que por todas partes esparcen estos hijos de perdición, los cuales, aunque quieren ser tenidos por sabios, deben ser no obstante juzgados en realidad como necios; sabes de qué modo, haciendo un abuso torpe y descarado del honestísimo nombre de la Filosofía, divulgan dogmas impíos, y que de tal manera han seducido miserablemente a muchos con la suavidad y elegancia de sus discursos, que lo han llevado hasta reducirlos a la perdida de la verdadera fe. Y si tal fue por lo común el genio de los antiguos herejes que combatiesen uno u otro dogma de la fe católica; la malicia e imprudencia de los incrédulos de esta infeliz edad ha caminado a tal grado, que intentan sacar de raíz la misma santísima religión; y levantando contra el mismo Dios su orgullosa cabeza, parece que exclaman aniquilad, aniquilad hasta los fundamentos en ella; porque no hay cosa alguna por antigua, santa y divina que sea en nuestra religión, a la cual haya perdonado su lengua y sus manos. Los dogmas de la fe, la disciplina de la Iglesia, el culto de Dios, la doctrina de las costumbres, las leyes sagradas y profanas, la jerarquía eclesiástica, la Iglesia, el Sacerdocio, Dios mismo por último es acometido por sus armas impotentes; y aun aquellos principios en que estriba la pública felicidad y tranquila, se oscurecen y corrompen con sus obras.
En medio de aquel intensísimo dolor que percibíamos por causa del miserable estado de la religión católica en muchos dominios de Europa, nos era de grande consuelo que este contagio no había invadido a las Españas, y que se preparaba un firmísimo impedimento al comercio de los malos libros, tanto por la piedad del Rey católico, como por la de estos mismos pueblos.
Más en casi los últimos días de nuestra vida se nos quita este gran consuelo, y le sucede una mayor pena al ver que, a semejanza de un torrente, invaden estos libros a las regiones de España, y que terminan los conatos de los impíos a apartar, si posible fuera a toda la nación de la verdadera fe.
Dios mismo nos es testigo de las congojas en que nos ha puesto este pensamiento, y cuan copioso raudal de lágrimas ha arrancado de nuestros ojos. Ni ha podido suavizar nuestro cuidado la idea de que tan splamente está concedida en este Reino la libertad de la imprenta para dar a luz aquellas obras que tratan de materias meramente políticas; pues cuando vemos que muchísimas veces bajo estos títulos hay libros dañosísimos que por aquellos no dan sospecha alguna de perversa doctrina, y que apenas hay género alguno de obras, sin exceptuar los mismos públicos periódicos, que por el abuso de los impíos no sirva para propagar la ponzoña de la irreligión, y para corromper las costumbres en daño de la Iglesia, no menos que de la República, no solo como hemos dicho, no nos ha sido posible disminuir nuestro cuidado, sino que el temor se nos aumenta con vehemencia.
En tal estado de cosas ¿qué deberemos ejecutar? No permita Dios que jamás aparezcamos a faltar a nuestro cargo. Por el contrario, afirmaremos, a ejemplo de S. Anastasio I., nuestro predecesor, lo que escribía en su carta tercera a Juan de Jerusalén: «Jamás me descuidaré, en verdad de custodiar la fe del Evangelio, entre mis pueblos, ni de acercarme, en cuanto me sea posible, a las porciones de mi Grey, extendidas por los diversos espacios de la tierra, para que no se insinúe blandamente el principio de la profana interpretación que intente separar la piedad de los entendimientos, introduciendo su oscuridad».
Para hacer pues, según nos sea posible, que no trasciendan más las novedades profanas, y que se conserve intacto el depósito de la fe, creemos deber imitar el ejemplo de S. Leon el Grande, nuestro predecesor, el cual para preservar a las Españas de aquella corrupción que justamente se temía por los libros de los Priscilianistas, escribió a Sto. Toribio, Obispo de Astorga, y le exhortó con eficacia para que apartase a los fieles de la lectura de aquellos libros. Así también Nos, confiados, amado hijo nuestro, en tu virtud y celo, una y mil veces te exhortamos a que con todo esfuerzo procures apartar la guerra que la incredulidad prepara a la fe ortodoxa, a la pureza de las costumbres, y a los derechos y disciplina de la Iglesia.
Sabemos ciertamente, y hemos llegado a entender con gran consuelo nuestro, que avisado del afecto que profesa a la religión, por propia voluntad has preparado una carta pastoral, en la cual te has propuesto satisfacer estos deberes. Tan excelente acuerdo, y tan digno de tu cargo, no puede sernos jamás bastante recomendable en el Señor. Deseamos no obstante con vehemencia que publiques esta carta, y dispongas que ande en manos de todos, porque servirá para apartar y preservar de los errores y corruptela a los fieles cometidos a tu cuidado, y excitará maravillosamente a los demás Prelados de las Españas a seguir tu ejemplo.
Pero si ya, segun confiamos, la has publicado, procura además amonestar y mover a los demás obispos del Reino, para que, aumentando su vigilancia pastora, y proponiéndoles los ejemplos de los Santos Toribio, Leandro, Ildefonso, Isidoro, Eladio y el tuyo, trabajen en obra tan saludable, de unánime acuerdo contigo. Bien conocemos que son muy difíciles y contrarios los tiempos en que vivimos; pero en estos mismos resplandece mucho más la verdadera virtud, y a la gran lucha que haya de sostener por la causa de Dios, seguirá un triunfo glorioso y una corona inmarcesible.
Revístaos el Señor, nuestro muy querido hijo, y a vuestros coobispos con la virtud de lo alto, para que embrazando el inexpugable escudo de la fe, el cual valdrá admirablemente para apagar los dardos encendidos de Satanás, sean amonestadas por sus Pastores las ovejas del Señor del peligro que las amenaza por los escritos que se extienden, y sean precavidas contra los esfuerzos del demonio, que intenta destruir con estos artes y asechanzas la viña del Señor de los Ejércitos. Sea propuesto a los fieles pueblos de las Españas el ejemplo de aquellos que exhortados por los Apóstoles, arrojaban al fuego los libros de perversa doctrina. Entretanto nos hace esperar la piedad de los Reyes de España y la fe sincera de toda la nación, la cual siempre vencio gloriosamente bajo los Príncipes paganos, los Reyes Arrianos y Moros, que no serán inútiles la voz y los conatos de los Pastores. Por nuestra parte no cesaremos de implorar para ti y para tus colegas los auxilios del cielo, a fin de que vuestros intentos y vuestros deseos sean coronados con feliz éxito, dándoos con toda benevolencia, o amado hijo nuestro, a Vos y a toda tu Grey nuestra bendición apostólica.
Dado en Roma en Santa María la Mayor el día XXX de agosto del año MDCCCXX, y de nuestro Pontificado el XXI. Está firmado Pío Papa VII.
Extraído de su versión en la Imprenta de la Compañía. Tortosa: Reimprenso por Josef Cid. Y en Gerona por Agustín Figaró, y Oliva. Año 1821.