Consideraciones sobre la crisis rusa

La comunidad católica se ha visto dividida por el conflicto ruso-ucraniano, a pesar de que lleva desarrollándose desde el 2014. La escalada bélica, iniciada a partir de la invasión rusa, ha llevado a que unos intenten posicionarse tanto del lado del atlantismo como del ruso. Incontables justificaciones han surgido para uno y otro bando, a veces gestándose opiniones de forma acrítica. Propaganda fluye por ambos lados.

Lejos de buscar que los católicos se alineen con uno u otro príncipe temporal, el propósito es demostrar que existe una falsa dicotomía por la que un sector quiere, a toda costa, posicionarse y fundamentar tal posicionamiento desde mitos, tergiversaciones y el desapego a la propia doctrina cristiana.

I. La lucha por la supervivencia rusa

Hay que considerar que lo que se desintegró en 1991 no fue el comunismo soviético, a pesar del cambio de régimen, sino el Imperio ruso. Casi llevado a la aniquilación por la Guerra civil rusa, los bolcheviques logran vencer a Kérenski, a los blancos hasta la evacuación de Crimea y finalmente, pacificar Rusia para luego enfocarse en la recuperación de los territorios amputados a raíz del tratado de Brest-Litovsk. Partiendo de la pérdida temporal de los territorios bálticos y la definitiva amputación de Finlandia y Polonia, lo que sucedió luego en 1991 fue fulminante.

Amputación, digamos en términos de Kjellén, porque se trata de la zona de influencia, del espacio vital, del grossraum ruso. La pugna de Rusia tras la Primera Guerra Mundial no fue, necesariamente, la consolidación del socialismo soviético o del nuevo régimen económico, sino luchar contra las fuerzas endógenas y exógenas que hacían peligrar la integridad política y la supervivencia de Rusia. A pesar de que algunos lo ignoren deliberadamente, la geopolítica rusa fue la misma en sus tres grandes períodos contemporáneos. Con el zarismo post-servidumbre, con el comunismo soviético y, finalmente, con la Federación rusa.

La separación ucraniana tendría que considerarse la más resaltante de las heridas al organismo ruso, en tanto era la principal salida al mar de Rusia. Su dominio del Mar Negro, y esto se evidencia especialmente con la crisis de 2014 que llevó a las fuerzas rusas a entrar a Crimea con miras a hacer un referéndum de adhesión aprovechándose de la mayoría étnica rusa. Esto vuelve a cobrar sentido con el plan de balcanización de Ucrania que tiene pensado Rusia; es decir, quitar a Ucrania el acceso al mar estableciendo al menos tres Estados étnicamente rusos.

Ucrania, claro, no es el único caso en la desintegración imperial; lo vemos con el duro revés en Asia Central, hoy disputado entre China y Rusia bajo el ojo avizor de los Estados Unidos. No hay que olvidar que, incluso, los Estados Unidos llegó a establecer bases en Uzbekistán desde las cuales hacía incursiones a Afganistán. Rusia también perdió el acceso a los pozos de Bakú, Azerbaiyán, y casi pierde a Chechenia en dos cruentas guerras de carácter civil. Vio a Daguestán amenazada por los extremistas islámicos chechenos. Kaliningrado, ciudad arrebatada a los alemanes, se desconecto del resto de Rusia a raíz de la desintegración de sus posesiones europeas como Lituania, Estonia y Letonia junto a sus Estados satélites impuestos tras la Segunda Guerra Mundial. Ergo, Polonia.

II. El carácter artificial del Estado-nación

Explicado el problema ruso, y visto en retrospectiva, se debe avanzar a la otra gran contradicción: la del Estado-nación. Afirmar que Rusia, la nación histórica, era un Estado-nación ya entrado el siglo XX es una gran mentira aún cuando había una suerte de Estado absoluto erigido. Es evidente que había posesiones, incluso colonias pero ¿qué era Rusia y qué no era Rusia? Es decir, las distinciones eran étnicas, religiosas, culturales y todas, en esencia, convivían en el patrimonio común de un monarca. En este caso, el Zar. El bolchevismo trató de aplicar el modelo canónico del jacobinismo, el Estado centralizado francés, fallando en el curso de la praxis política.

La insistencia por el modelo centralista era tal que Stalin se manifesto el 28 de marzo de 1917 contra la figura federal, en un artículo antifederalista. En 1924, sin embargo, rectificó y reconoció que las condiciones rusas eran otras, que había que aceptar un federalismo ante el problema de las nacionalidades «rusas» pero esto, lejos de ayudar, siguió creando problemas porque la burocracia soviética pretendía apegarse a entidades artificiales, deportando etnias o comprimiendo diferentes etnias en un óblast o en determinadas repúblicas. El hecho de que la URSS se desintegre, por ejemplo, lleva a guerras como la del Karabakh o que rusos étnicos quedaran atrapados en Crimea, en Transnitria, en el Donbass, etcétera. Era insostenible el proyecto nacionalista y lo termina de ratificar la muerte del Imperio producto de la desintegración soviética.

Rusia repitió lo mismo que Alemania en 1918, un imperio desintegrado que dejó naturales rusos por infinidad de regiones. Había alemanes en Alsacia y Lorena, en los Sudetes checoslovacos, en Polonia y hasta en algunas regiones bálticas. Migranyan diría que Estados como Ucrania «eran formaciones artificiales, nacionalmente heterogéneas». (Litera, The Kozyrev Doctrine).

III. De la estrategia de contención a la de expansión

La política norteamericana de expansión, frente a la de contención de la Guerra Fría, fue esbozada por el asesor de Seguridad Nacional, Anthony Lake en 1993. En sus propias palabras: «la estrategia continuadora de la doctrina de contención debe ser de expansión, expansión de la comunidad libre de democracias de mercado del mundo, teniendo como prioridad «el fortalecimiento de un núcleo conformado por las grandes democracias del mundo».

Aquí se presentan otras dos prioridades: ayudar a la democracia, o lo que los norteamericanos conciben como democracia, a expandirse y sobrevivir en regiones como Europa oriental, la otrora esfera de influencia rusa y todo lo que alguna vez fue el antiguo bloque comunista. Por último, «minimizar la capacidad de acción de Estados de fuera del círculo del mercado libre». Esto supone que estos Estados sean aislados de forma política, diplomática, militar, tecnologica y económica. No cabe ninguna reacción contra la hegemonía que se pretende unipolar.

La doctrina de expansión nos sirve para comprender, por ejemplo, el que se haya penetrado al corazón de Eurasia y que la OTAN, por otro lado, sea el brazo armado de los Estados Unidos de América en Europa occidental y, ahora oriental, para evitar cualquier poder emergente ruso o euroasiático. La idea de amputar a Ucrania, y de llevarla a la órbita «occidental».

Ya lo advertía Zbigniew Brzezinski, asesor de Seguridad Nacional en el período Carter: «Sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio euroasiático. Rusia, sin Ucrania, todavía puede luchar por el status imperial pero entonces se convertiría en un Estado imperial predominantemente asiático […] Si Moscú recupera el control sobre Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus principales recursos, así como su acceso al Mar Negro, Rusia automáticamente volvería a recuperar los medios para convertirse en un poderoso Estado imperial, que se extendería por Europa y Asia». (Brzezinski, The Grand Chessboard). El diplomático retirado termina por decir que tanto Ucrania como Azerbaiyán pueden redefinir, en el futuro, qué será Rusia y qué no será.

IV. La doctrina rusa

En los noventa, Rusia también trazó su propia política exterior: la doctrina Kozyrev. A las posesiones imperiales, al conglomerado del espacio vital ruso, se le designó blizhneye zarubyezhe. Así, el área postsoviética pasaba a ser, aún sin pertenecer políticamente a Rusia, su área de influencia.

Siendo bautizada así por Andrei Kozyrev, quien fuera Ministro de Exterior, la doctrina suponía el reconocimiento formal a los intereses rusos sobre el área que anteriormente pertenecía a la URSS. Se trataba, claro, del equivalente ruso a la Doctrina Monroe. Los puntos de mayor de concentración eran Ucrania y las naciones bálticas.

La doctrina tenía como excusa formal la defensa de los ciudadanos rusos, o aquellos nacidos en otro país de esa área con ciudadanía rusa. Rusia tendría que mejorar, según esta doctrina, su capacidad militar y su operatividad a lo largo de la región para proteger a cada ciudadano ruso que quedaba privado de su patria natal. Migranyan, que ya mencionamos anteriormente, concebía a los Estados postsoviéticos como realidades temporales, puesto que Rusia debía apostar a una confederación rusa. Nunca se renunció al Imperio ruso. (Litera, The Kozyrev Doctrine).

Tal como sucedió en los Estados Unidos bajo la administración Clinton, Moscú elaboró en julio de 1994 su propia doctrina respecto a los ciudadanos rusos en el área postsoviética. Con esto, Moscú garantizaba la «defensa de los derechos de la diáspora rusa». Lo que, por supuesto, terminamos viendo en Moldavia, en Georgia con Abjasia y Osetia del Sur y hoy, 2022, en la intervención rusa en Donbass.

V. El maniqueísmo, la falsa dicotomía y los culpables

Lo que se pretendía demostrar con la exposición anterior, en cuanto a orígenes y antecedentes, no es la culpabilidad del bloque atlantista, del capitalismo anglosajón y excusar, por tanto, a Rusia por ser la víctima y tratar de oponerse a su desintegración sino de entender el conflicto, independientemente de la alineación con alguno de los bloques. Escoger, en suma, es cambiar de amo, de verdugo o responder a unas premisas ideológicas que facilitan alinearse con los contendientes.

Sostener que no existe «neutralidad» posible, y que los imperios eventualmente atraen a otros a su órbita, no termina de dar respuesta al problema. Es decir, ¿qué ganamos? ¿Qué solución política da a nuestros propios contextos? ¿Es realmente justificable para nosotros la lucha entre Tierra y Mar? Europa, a diferencia de Hispanoamérica, se ve naturalmente envuelta. En determinados momentos históricos, el sistema de alianzas europeo después del Congreso de Viena consistió en incluir a Rusia para garantizar la seguridad europea. En este sentido, por ejemplo, Prusia selló una alianza con Rusia que para Bismarck fue esencial para aislar a Francia y cuidar su retaguardia. El propósito de Alemania fue, siempre, tener a Rusia y a Austria cerca para cercar a Francia.

Primero, con la Santa Alianza (aunque fue efímera) y luego con la Liga de los Tres Emperadores, una gran victoria diplomática de Bismarck. Para desgracia alemana, en la década de los noventa del siglo XIX se abandonó el sistema bismarckiano a favor de la weltpolitik. Lo que vino a favorecer la conformación del posterior Entente cordiale. Se puede afirmar que la Primera Guerra Mundial significó el suicidio de Europa, instigado contantemente por el Reino Unido de Gran Bretaña, probablemente el país mayor beneficiado por la guerra después de los Estados Unidos. La guerra mató, por lo menos, a las tres grandes casas europeas; a las tres águilas. Habsburgo, Romanov y Hohenzollern.

Europa, que lejos de ser una unidad política verdadera es un concierto de naciones con eslabones y unos grilletes norteamericanos, debe entonces tomar la decisión de cómo afrontar el problema ruso: alineándose, colectivamente, contra Rusia o llegar al entendimiento con Rusia. La realidad es que Rusia siempre estará en el mapa, siempre será el punto de conexión entre los esteparios y los occidentales. No se puede pretender borrar o minimizar la amenaza rusa y de ahí, que haya que trabajar conforme a las dos vías. Es la historia de Europa, en pocas palabras. Cuidar la retaguardia, cediendo en tantos puntos a Rusia, o hacer retroceder a Rusia. Que sirvan de ejemplos Gustavo Adolfo, Napoleón y Hitler en la vía agresiva, amenazante o en la vía prudente, que sin embargo no descarta la amenaza, Metternich y Bismarck. No hay que olvidar que la mayor de las preocupaciones del Reino Unido fue la cuestión rusa y su dominio del Estrecho, el declive otomano y su expansión al Mediterráneo. Los británicos tomaron Chipre para asegurarse de evitar cualquier interferencia rusa en el Imperio otomano y controlar Bulgaria, desde la cual se podría extender la influencia rusa al resto de la península y al Egeo. (Darwin, The Empire Project…, pp. 70-71).

La rivalidad anglo-rusa alcanzó su punto máximo con el Gran Juego, en los ochenta del XIX, puesto que ambas potencias chocaron en Asia Central. Rusia demostró un expansionismo tan voraz como el británico o el norteamericano. La amenaza rusa no fue poca cosa, pues tenía un cerco en Persia y el Caspio. India era la joya británica, debía garantizarse su seguridad. Lo mismo podría decirse de China, donde ambas naciones imperiales tenían pretensiones expansionistas y donde entrando a los noventa, tuvieron una crisis debido a las potentes tensiones.

Tal preocupación, terminado el transiberiano, alcanzó a Lord Salisbury en 1900: «Rusia querrá ser dueña de la mayor parte de China; y si Afganistán está desprotegido, puede obligarnos a ceder en China avanzando hacia la India. No intentará conquistarla pero será suficiente para Rusia si puede romper nuestro gobierno y reducir India a la anarquía». ¿Qué puede decirnos esto? Que Rusia, cual nación imperialista, ha tenido sus intereses históricos y que no pueden negarse, ni ocultarse. Esto debe dejar claro que Rusia no es una víctima, que es falso el que nunca se haya expandido y que lo que vemos actualmente, como reflejo de la historia, es un imperio decadente que lucha contra su desintegración y que se enfrenta a un imperio exógeno, que ha decidido mantenerlo cercado como otros lo han intentado sin causar tanta polarización.

¿Quiénes son los culpables? ¿Importa quien instigó el conflicto? No, porque preguntas de esa índole sólo llevan a sostener la propaganda del instigador y de la víctima. Los conflictos se dan, son posibles y la guerra como fenómeno histórico, tiende a repetirse regularmente. Acompaña a a política porque, digámoslo así con Clausewitz en mente, la guerra es política; la continuación de la política por todos los medios. La guerra tiene licitud en el sistema internacional. Buscar culpables, instigadores o víctimas, sin entender realmente la coyuntura, solo lleva al posicionamiento por mera ideología.

Europa está secuestrada por los dos grandes polos de los que advirtió Tocqueville, Rusia y Estados Unidos. Es incapaz de responder, consume gas ruso y erige su sistema de defensa a partir de las garantías y las bayonetas de la OTAN. Depende de las dádivas norteamericanas, es un continente esclavizado. Pocas naciones europeas, hoy día demonizadas por los vencedores de 1945, se propusieron matar por la cabeza a la dependencia al comunismo soviético y al imperialismo anglosajón, todavía encarnado por el Reino Unido pero luego por los Estados Unidos. Como dice Maeztu, las dos «patrias ideales». La revolución, y la muerte de todos los imperialismos a excepción del imperialismo ruso, y los empréstitos y rascacielos noretamericanos. Maeztu se refería, en efecto, a los ensueños del comunismo y del liberalismo respecto a la Hispanidad, al núcleo de los pueblos hispanos. No obstante, estos ensueños también atraparon a Europa, la dividieron y aún, siguen dividiéndola.

¿Escoger? Europa no está escogiendo, como tampoco lo está haciendo Hispanoamérica. Ambas regiones atrapadas, sometidas a los designios políticos de amos foráneos. Colombia, que nada de interés tiene en Ucrania, ataca la invasión rusa. Venezuela, que tampoco tiene interés alguno en Europa, respalda la invasión rusa con reservas pero, sin duda, mencionando que la OTAN se extendió a Europa del este. Sólo es posible escoger, decidir, cuando las armas, la industria, la economía y la autarquía, o la autosuficiencia, lo permiten.

VI. No es nuestra guerra

Los europeos están envueltos por las razones que hemos explicados, hay naciones foráneas que por interés nacional, y vasallaje, han intervenido pasivamente o han dado muestras de apoyo a uno y otro. En Hispanoamérica, fuera del vasallaje norteamericano, hay más bien indeferencia y no es cuestionable que lo haya. Al contrario, es deseable. Mientras se entienda que Rusia puede ser un socio comercial y es preferible que sea así a tener un enemigo. Pero también teneindo en cuenta que rechazar el atlantismo no implica que haya que buscar un cambio de administración, ni un nuevo amo. Hispanoamérica, en no involucrarse, no debe ceder ni crear el terreno para buscar un amo ruso.

¿Es amoral el silencio político? El católico siempre va a concebir la guerra como una calamidad pero entenderá la licitud de la guerra y aún con la imposibilidad de los criterios de guerra justa o injusta por el sistema internacional de Estados, que esta acecha y que la satisfacción de los intereses de unos países está, precisamente, en la guerra. No obstante, no es amoral velar por el bien común de nuestros propios pueblos. Admitámoslo: no es nuestra guerra. Podemos rezar por las almas de los caídos, por el rápido cese de las hostilidades y por la reconstrucción de las naciones involucradas pero jamás pretender intervenir bajo excusas variopintas, sean desde el atlantismo o de posturas rusófilas, ideológicas, etcétera.

Un católico, uno fiel a su dogma, sabrá que ningún lado, ninguna forma política concreta, representa lo que es y ha sido Roma, la de San Pedro, para nosotros. A Dios, a Pedro y luego a nuestra patria, debemos lealtad. Los contendientes de esta guerra representan ideales, y realidades políticas, que son contrarias a la realización del Reino de Cristo en la Tierra, a su Reinado social. Involucrarnos, cediendo a las excusas y al casus belli de extraños a nuestra Iglesia, es el mayor de los desapegos, de las traiciones. Seamos realistas: lo único que se escoce en Ucrania, ahora mismo, son los intereses de los nuevos príncipes temporales: de los Estados, de los partidos políticos. La supervivencia de una nación artificial y la desintegración de un imperio despótico, oriental.

VII. La naturaleza oriental y cismática de Rusia

Si cabe considerar a Rusia la «Tercera Roma» no es porque sea la heredera legítima de los romanos, o por ceder al interesado panegírico de Filoteo, sino por su determinante influencia oriental, bizantina. Son el reflejo más claro del cesaropapismo, del aplastamiento del poder temporal al espiritual, de la conjución de Cetro y Espada, de Trono y Altar. La basilea. El basileus, el emperador bizantino, es caudillo y jefereligioso, que responde solo ante el «cielo». Jesucristo en la Tierra. (Bury, The Constitution of the Later Roman Empire). El pseudo Arquitas, traducido por Louis Delatte, dice: «el justo es legítimo y el soberano, convertido en causa de lo justo, es una ley viviente». (Agamben, Estado de excepción, p. 129).

Otra vez pseudo Arquitas citado en la obra de Agamben: «Digo que toda comunidad se compone de un archon (el magistrado que manda), de un mandado y, como tercero, de las leyes. De aquéllas, la viviente es el soberano (ho men émpsychos ho basileus), la inanimada es la letra (gramma). Por ser la ley el elemento primero, el rey es legal, el magistrado es conforme (a la ley), el mandado es libre y la ciudad entera es feliz; pero si hay desviación, el soberano es tirano, el magistrado no es conforme a la ley y la comunidad es infeliz». (Agamben, ibídem, pp. 130-131).

La basilea adquiere sentido y difusión con la hazaña de Alejandro el Grande, por la cual termina conquistando a los medo-persas y absorbiendo la estructura política de Darío, dejando atrás el concepto tradicional de lo político de los atenienses: la polis. A pesar de haber superado los límites de la polis, la idea territorialista de la política siguió en el nuevo modelo. Como dice d’Ors, «estos nuevos territorios políticos de la época helenística la realidad histórica más próxima al moderno Estado». (d’Ors, Ensayos de teoría política, p. 62).

En suma, el modelo bizantino y oriental está desconectado, en gran medida, de la tradición legalista romana y de su concepto personalista. Por el contrario, supone una refluencia de los despotismos semíticos, mesopotámicos. Es oriental, por excelencia, frente a las monarquías germánicas que, de hecho, sí conservaron y potenciaron el Derecho romano con tradiciones de poder limitado y formaron parte de la communitas christiana hasta la época del regalismo, el Derecho divino y el Estado absoluto. Rusia es una heredera de la basilea, fue aquella la forma política que tomó el Rus de Kiev, que tomó el Principado de Moscovia y que luego se extendió al Zarato unificado por Iván el Terrible hasta la tradición dinástica de los Zares. Sus intentos de occidentalización, más notorios con Pedro el Grande, en realidad atienden a imitar las nuevas costumbres ilustradas, a un traslado de la capital para asemajarse a las cortes europeas degeneradas, a la modernización del erario y del ejército, al surgimiento de la industria, entre otras cosas.

Rusia experimentó con todas las formas políticas y todos los modelos económicos pero nunca perdió su naturaleza despótica y oriental. Sobre la occidentalización zarista, dijo Voegelin que «se convirtió en un episodio del pasado con la revolución de 1917» porque «el pueblo como un todo se volvió otra vez el sirviente del zar en el antiguo sentido moscovita». No nos equivoquemos los católicos, confundidos por el ecumenismo y las trazas conservadoras, creyendo en que los otros, los extraños, pueden venir a «salvarnos» de la degeneración masónica, atlantista. Son problemas similares, productos de la corrosión de la Cristiandad.

Rusia no lidera ninguna guerra religiosa, ni es el dique que contendrá al Anticristo. No es la barrera de contención contra lo satánico, tampoco el enemigo natural del atlantismo. No es el katejón pauliano sino que es otro de los principados temporales que forman parte de lo terrenal, del mundo al que «no pertenece» nuestro único Rey, Jesucristo.

En términos de Taubes, «el Reino de Dios es el Reino de los Cielos. En sus visiones y alucinaciones, los visionarios apocalípticos atraviesan el Reino de los Cielos. Se elevan de cielo en cielo y regresan de los cielos a la tierra. Que viene el Reino de los Cielos significa que desciende». (Taubes, Escatología occidental, pp. 75-67). Rusia es un imperio transformado en Estado nacional, una unidad política que trata de resistir la desintegración y la muerte, que está en pugna con otro imperialismo que está enfermo de la misma gula, con un apetito destructivo. Rusia no es la realeza de Cristo, no es la barrera contra el Anticristo, no retrasa el apocalipsis. Rusia es herética, cismática y no ve en Dios el principio rector de todas las cosas, no entiende que Dios es la entronización y que no hay «Dios en la Tierra», sino un único Dios del CIelo y de la Tierra. Aquí no pueden haber confusiones, ni «discursos» dirigidos a justificar la supuesta misión divina de Rusia y de su cristianismo cismático. Si algo tienen en común las misiones divinas, que claramente existen, es el ir de la mano con la Iglesia católica, romana y apostólica, no contra San Pedro. Sin ir más lejos, lo que proclama Elías de Tejada sobre los castellanos y la misión divina universal: «para el castellano la Pasión de Cristo es la suprema nota de su innata belicosidad heroica».

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