
La modernidad refleja lo peor de sí en el siglo XX. Cien años de catástrofes aceleradas por la moderna técnica, el «Estado total», la maquinaria burocrática convirtiéndose en tecnocracia, el complejo militar industrialista, la elevación de los monopolios, la gran disputa materialista entre los empréstitos norteamericanos y el progreso revolucionario de los soviéticos.
Idea a la que ya hacía alusión Ramiro de Maeztu: la de los ensueños, las patrias ideales de los pueblos hispanos. Por un lado, los Estados Unidos y por otro, la Rusia soviética. Similar a lo expuesto, claro, por Carl Schmitt al decir que «la cosmovisión del capitalista moderno es la misma del proletario industrial» y que «el gran industrial no tiene otro ideal que el de Lenin: «tierra electrificada»» porque «están en desacuerdo sobre el método correcto de electrificación», ya que «financieros y bolcheviques se encuentran en una lucha común por el pensamiento económico». (Schmitt, Roman Catholicism and Political Form, p. 13).
Guerra total o «totalen krieg», aniquilación mutua asegurada, bomba atómica, Derecho internacional público (o imperialismo legalista), estado de excepción, cosmovisión industrial y, finalmente, concierto internacional de los vencedores; el sacrosanto orden de la ONU y los Derechos humanos, controlado por un club nuclear que cuando no está vetándose, lucha guerras en la sombra.
Las entreguerras fueron un punto determinante en la progresión del Estado-nación y el paradigma liberal. Fueron su gran ruptura, su crisis más notoria. Como dice Agamben, con miras a la decisión soberana practicada por el nazismo y su irrupción en la historia descubriendo la relación oculta entre nacimiento y nación, «el Estado entra en una crisis duradera» (Agamben, Homo sacer, p. 163). El nazismo, como nacionalismo palingenético, reinventa nociones de la política, redirige el germen totalitario del Estado jacobino, y se arma con un andamiaje político-administrativo junto a la coraza del estado de excepción y la decisión sobre la vida y la muerte.
El nacionalsocialismo rompe paradigmas, como ya llevaba haciéndolo el totalitarismo soviético, con la diferencia de que en el nacionalsocialismo se había hecho un auténtico culto a la técnica. Marcuse había sido explícito con esta idea, mencionando que «el Tercer Reich es en realidad una forma de «tecnocracia»: las consideraciones técnicas de la eficacia y la racionalidad imperialistas sustituyen a las normas tradicionales de rentabilidad y bienestar general» (Marcuse, Guerra, tecnología y fascismo: textos inéditos, p. 54).
No es el propósito, sin embargo, llegar a los orígenes y a una fisonomía del nacionalsocialismo, sino a sus consecuencias en el tiempo. Pero conviene advertir al lecto rque no se pretende analizar lo que puede ser considerado historia alemana desde 1933 hasta 1945. Por el contrario, queremos que se centre en la posguerra y en la instrumentalización del fenómeno nazi tanto como chivo expiatorio como herramienta de gobierno, en el sentido de que el liberalismo hegemónico perfecciona los métodos del nacionalsocialismo pero no solo esto, sino profundizar en la mimetización del nacionalsocialismo en la cuestión del Estado y en su aporte a la crisis, o a la superación, del Estado.
Podríamos llamarlo cicatriz, fractura, marca, ruptura pero no por apegarnos a la narrativa del nacionalsocialismo como el Anticristo, sino por reconocer que el «Occidente» quedó flagelado ante la debilidad de su paradigma, casi imponiéndose otro paradigma que llevaba más allá el nacionalismo decimonónico. Al final, la derrota del nacionalsocialismo ha impuesto otro paradigma que, a su vez, ha creado el gran enemigo público: el totalitarismo. Todo a partir del culto a la democracia, a las «libertades» pero el totalitarismo, que suele usarse en el discurso fuera de las connotaciones de la Filosofía política, es un chivo expiatorio que no revela la verdad detrás del asunto. Que el Estado-nación tiene el germen del totalitarismo y que ese totalitarismo continuó incluso muerto el comunismo o el nacionalsocialismo. El nacionalsocialismo no vive en la práctica, tampoco en la aplicación política pero, en el discurso, ha pasado a ser una herramienta de gran interés para los apóstoles de la democracia.
Por otro lado, desarrolló con potencia la biopolítica, racionalizó a su punto máximo la técnica para que se tomaran las decisiones económicas más convenientes según el planteamiento nacionalsocialista, creó un círculo de industrialistas, que Hitler cosechó a partir de deshacerse de Strasser y de los economistas revolucionarios del NSDAP, que fungiría de gran corporación y que se fundiría con el complejo militar que, indudablemente, tendría que recordarnos al que hoy día tiene los Estados Unidos. Usó el estado de excepción y la decisión soberana como tecnología, la refinó y la llevó a los Estados del presente, demostrándonos el poder de la razón de Estado y del derecho estatal a dar vida y muerte. Esto puede ser una cicatriz para la sociedad civil, pero un enorme y desproporcionado préstamo al estatalismo de la posguerra hasta el presente.
La cicatriz política, sin embargo, transformó el estatalismo en todo el mundo. La otra cicatriz, o la pretendida cicatriz, sobre los «males» del nazismo, en realidad, es propagandística, discursiva. Es conveniente, de hecho. Ante una sociedad irreligiosa, que no tiene noción de la moralidad ni del bien o del mal, alguien o algo tiene que ocupar el rol dentro de la teología política estatal de ser el Anticristo, de ser el «mal». El nacionalsocialismo se convirtió en una imposibilidad política no por sus planteamientos pseudocientíficos sobre la raza, por su modelo político o por su reciente inexistencia, sino porque la hegemonía ha hecho los esfuerzos necesarios, contra la obvia ley política que hace caer a los regímenes por inestables, de sepultar todo lo que esté relacionado al nazismo aún cuando ha revitalizado la religión estatal y la potencia estatal desde el legado nacionalsocialista.
Pero por más contradictorio que pueda concebirse, el «Occidente» bajo la hegemonía angloprotestante parece, de alguna forma, querer replicar el ideal «anacional», aunque ya no racial pero sí disolvente, del nacionalsocialismo. Es decir, el nazismo concibió al Estado como un instrumento para la raza, a favor de la sociedad aria. Este Estado ejerció su poder biopolítico contra judíos, gitanos y toda aquella raza, supuestamente degenerada, que rompiera con lo que implicaba ser alemán y su pureza. Este instrumento, sin embargo, sería superado por su propia naturaleza nacional, frente a la idea de raza; es decir, que en el fondo el nacionalsocialismo no parecía prescindir de la idea «anarquizante» que ya tenía el marxismo en torno a su «Reino de la libertad», con diferente metodología y diferentes propósitos o fines.
Esta idea, por supuesto, ya había sido debatida entre Kojève y Schmitt en su correspondencia en el año 1955. Por ejemplo, Kojève sostenia que «ahora creo que Hegel tenía toda la razón y que la historia ya había terminado después del Napoleón histórico. Porque, al final, Hitler era sólo una «nueva edición ampliada y mejorada» de Napoleón [al que ya había comparado con Salin, llamándolo Napoleón industrializado]» y que la «República única e indivisible» no era más que el origen de «Un país, un pueblo, un líder», lo cual podríamos conectar análogamente con el «Blut und Boden» respecto al ius sanguinis y al ius soli. Continúa: «¿Qué quería Napoleón? Para ‘superar’ (‘ufheben’) el Estado como tal, en favor de la ‘sociedad’. Y se creía capaz de alcanzarlo mediante una victoria ‘total’en la guerra ‘total’» porque «(a través de esta guerra ‘total’ el Estado [Estado = unidad territorial que libra la guerra] como tal se ‘completa’ y, por lo tanto, se ‘supera»‘. Marx tampoco quiso decir otra csa que esto con su Reino de la libertad».
En su respuesta, Schmitt dice: «todo ha terminado con el ‘Estado’, eso es verdad; este Dios mortal está muerto, nada se puede campiar al respecto, el actual aparato de administración moderno del ‘cuidado del Dasein’ no es el ‘Estado’ […] para la próxima etapa los magni homines [grandes hombres] —ahora major homines (grandes hombres)— se estan ocupando de disputas de Grossraum; Grossraum, es decir, un espacio de planificación adecuado a las dimensiones de la tecnología de hoy y del mañana (Technik)». En pocas palabras, las grandes masas territoriales se han vuelto insostenibles, o muy densas, para la realidad estatal y la técnica, o la tecnología, ha contribuido a que la política estatal se convierta, pues, en mera administración. Dicho por Schmitt en la posguerra y no en el presente, irónicamente, donde si habría que ahondar en la crisis del Estado-nación y en su posible superación. De todas formas, Del Noce ya ha vaticinado la «realización» del marxismo en Occidente a partir de su muerte en Oriente —véase el prólogo de La societa globale ei suoi nemici de Marcello Veneziani—
Tal parece que el nacionalsocialismo y su realización estatal, su posibilidad política de 1933 a 1945, no solo llevaron a la ruptura de un ideal hegemónico, de un paradigma, sino que desde la estatalidad, el nacionalsocialismo logró un gran esfuerzo en la lucha dialéctica contra la propia estatalidad, contra el Dios en la Tierra. Pocos méritos ha llegado a tener que le sean, justamente, reconocidos. La hegemonía angloprotestante, que indudablemente se enfrentó al coloso alemán por siglos, debe tanto y ha tomado tantos préstamos, que parece absurdo que aún el nacionalsocialismo sea un chivo expiatorio. Lo mismo que, quizás, habrá extraído del marxismo soviético sin que este jamás haya salido del libro de ideologías proscritas.
El lebensraum, el grossraum o los grandes espacios pueden contribuir especialmente a mermar la estatalidad. Las verdaderas autarquías continentales, de hecho, tendrían que llevar a realidades cercanas pero el error del nacionalsocialismo, por ejemplo, consistía en creer en un orden de grandes espacios donde pueblos podían convivir, separados por esos espacios, en paz. La Guerra Fría tiró por la borda esa noción, expuesta en su momento por Schmitt en 1943 y luego revisada por él, a partir de la evolución de los acontecimientos internacionales: «La Tierra es lo bastante grande para alojar a varios espacios grandes, en cuyo ámbito puedan los hombres amantes de la libertad defender su propia sustancia y sus peculiaridades históricas». (Schmitt, Cambio de estructura del Derecho Internacional, p. 36). Más atrás queda claro lo que aquí se ha expuesto, que el pensamiento de Schmitt ha madurado en 1955 respecto al del período de la guerra. Vuelve a apelar a los grandes espacios pero entendiendo la nueva dinámica entre poderes, el mundo bipolar.
Ahora, el acierto del marxismo es la completa universalidad de su planteamiento político, no limitado a los espacios vitales o grandes espacios. Es el comunismo sobre todo y este acierto, en cuanto a la cuestión de superar el Estado y los órdenes cerrados, también lo comparte lo peor del globalismo neocapitalista y sus tentáculos internacionales. Los grandes espacios aunque no resuelven del todo la cuestión estatal, ciertamente serían excelentes medios para la conformación de bloques geopolíticos que puedan crear rupturas, o fracturas, en los órdenes bipolares o unipolares.
La posguerra nos ha llevado a un nuevo paradigma que gracias al equilibrio nuclear, apunta a un futuro «transestatal», «posestatal» pero nunca como un punto regresivo, a lo «preestatal» —categorías ya acuñadas por Gustavo Bueno en su Primer Ensayo—. La soberanía, el poder que no tiene uno igual ni superior, muere y la nacionalidad artificiosa con su ciudadanía, enfrenta una de las mayores crisis históricas con la cuestión de los refugiados. Las contradicciones de la Revolución Francesa, siguiendo el modelo canónico absolutista-protestante, son visibles para cualquiera. No ha hecho falta esperar a que los proletarios de todo el mundo se unieran, ni a que se automatizara la producción, tampoco a que la raza viviera en su comunidad autóctona. En el fondo, el Estado siempre fue temporal y perentorio, una tecnología de su tiempo, un instrumento. Un arma de guerra —como descubrir la pólvora, decía d’Ors—, una alabarda secular contra el catolicismo.
Hasta se puede decir que la guerra tradicionalmente entendida, entre Estados iguales, no negando que se han efectuado pero dentro del concierto universal, ha perecido. Como admitiría d’Ors: «Ambas [Estados Unidos y la Unión Soviética], como decíamos, han eliminado el concepto de la guerra entre Estados, para asentar un criterio discriminador universalista y total». (d’Ors, De la guerra y la paz, pp. 107-108). Si la soberanía, lo que suele hacer a un Estado igual a otro, muere; tiene indudablemente que morir la noción de guerra entre Estados.
El totalitarismo, de cuño liberal, enfrenta otra crisis. El eterno debate de la actualidad es sobre la cada vez más posible realización del totalitarismo porque hoy, la tecnología permite facilitar los medios totalitarios pero, al mismo tiempo, habría que preguntarse cuánto puede sobrevivir el totalitarismo, que exige lo más intrusivo y cerrado de un Estado, a la ya notoria superación del Estado, herramienta que va haciéndose anticuada con el paso de los años y el desarrollo de la técnica. Cantar su perecimiento quizás sea complicado pero que la administración, los tentáculos tecnocráticos y los grandes empresarios globalistas son hoy día las nuevas formas de hegemonía, no dejando de ser necesariamente políticas, dice mucho del monopolio estatal sobre ciertas cuestiones políticas. En el fondo, comienza a destejerse aquella forzada unión entre autoridad y potestad que el Estado hizo suya.
Schmitt, que siempre fue específico en la univerzalización del Estado y en su difusión como categoría general, advirtió: «es probable que esta enfatización del concepto de Estado elevándolo a la categoría de noción genérica de la forma deorganización política de todos los tiempos y pueblos, acabe en un futuro próximo, cuando termine la época de la estatalidad». (Schmitt, El Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica, p. 79). Ilustra el hecho de que los procesos nacionales hayan terminado por cerrarse, en su mayoría, el siglo pasado y que la ruptura del nacionalismo, del Estado-nación, yace precisamente en el globalismo neocapitalista y en la reacción identitaria, étnica, nacional, de muchos pueblos. El corroer el nacionalismo, y por tanto la coraza moderna que recubre lo tradicional —patria, etnia, familia, religión—, lleva a las reacciones desenfrenadas contra el neocapitalismo de las élites.