Aristocracia social

La ἀριστοκρατία ha evolucionado, en tanto concepto, a lo largo del tiempo. Por un lado, podría considerarse una forma de gobierno donde el ἄριστος ejerce el mando según la noción clásica. Por otro lado, referirnos a los estamentos sociales asociados a la nobleza pero es imposible concebir el concepto de nobleza como unívoco. Partamos del hecho de que podía distinguirse entre una alta nobleza, una baja nobleza o que la aristocracia, en sí misma, no solo era cuestión de herencia, o de sangre, sino de mérito y renombre —el hidalgo—.

En el sentido estrictamente político, de régimen o gobierno, el Filósofo ya relacionaba la aristocracia a la repartición de honores, de acuerdo con la virtud, distinguiéndola esencialmente de la oligarquía y la democracia, una definida por la riqueza y otra por la libertad. (Aristóteles, Política, p. 242) mientras que el Aquinate sentenciaba que la administración de pocos o virtuosos era aristocracia. Es decir, Óptimo Potentado, razón por las que se les llama Optimates. (Aquino, Tratado del gobierno de los príncipes, lib. I, cap. I).

La aristocracia pereció, lo sabemos. Fue apuñalada por la burguesía, la muchedumbre engañada y la injusticia. Cualquiera pensaría que estas puñaladas tenían el espíritu vengativo de César, asesinado por la aristocracia romana o del tirano Tarquinio. Finalmente, el ajuste de cuentas vino; la venganza, la sangría, el resarcimiento. La muerte de la aristocracia social tendrá como consecuencia, siguiendo el planteamiento de Vázquez de Mella, «el desnivel de prestigios, de influencias y de capacidades, imposibles de someter a la misma medida», dando como resultado que «muy pronto, sobre la aristocracia gobernante, se levante otra menos extensa, pero más escogida y preeminente, que concentrará la dirección política, formando una oligarquía». (Del discurso pronunciado en el Parque de la Salud, de Barcelona, el día 17 de mayo de 1903).

Porque la burguesía, con origen en los gremios y en las civitas medievales, no ha cambiado nada respecto a las viejas oligarquías clásicas, grecorromanas. El gran distintivo es la desacralización, la adopción de la teoría revolucionaria y el establecimiento de un orden conservador, esencialmente dirigido a evitar la contrarrevolución. Por la desacralización, la usura y el humanismo, el burgués logra parasitar los Estados absolutos y hacerse, gracias a la neutralización estatal, con cuotas de poder comprando títulos, al pueblo y valiéndose de su dinero hasta que la estocada revolucionaria, le hace casta gobernante. El burgués, que es la cúspide de la pirámide, es en el sistema político, oligarquía y en condiciones más injustas, gozando de la moderna técnica, un plutócrata. Recordando a Gómez Dávila en este supuesto, podemos inferir: «la clase dirigente de una sociedad agrícola es una aristocracia, la de una sociedad industrial una oligarquía». (Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito, p. 121).

El burgués, que aún así integra una minoría y desprecia las masas, promovió la democratización del todo como cuando lo peor del Senado romano, a pesar de su origen aristocrático, trataba de comprar al pueblo para su carrerismo político. En esencia, la soberanía es del pueblo; el conocimiento es genérico, al acceso de todos y de aquí, todos pueden opinar porque es lo democrático. Ya lo advertía Mella cuando hacía alusión a que la ciencia jurídica no era ya aristocrática, sino democrática. El patrimonio de la muchedumbre. Nada que no dijera el padre Bartolomé Herrera: «el derecho de dictar las leyes pertenece a los más inteligentes, a la aristocracia del saber creada por la naturaleza». (Herrera, Escritos y discursos en Lima, p. 131). Podemos extenderlo al plano de la educación; el que la ūniversitās, el alma máter, ya no es lugar de cultivo, de arado intelectual. Es la reunión de pusilánimes, ricos y aspirantes a burócratas. Un centro de trabajo, con la diferencia de que es a futuro.

Por un momento convengamos en clasificar, separar, al noble y al burgués; al aristócrata y al oligarca. Luego, podemos ahondar en los aspectos filosóficos relacionados a un sistema y a otro pero mientras, es menester señalar quiénes son los actores como, en parte, ya hemos venido haciendo. El noble es virtuoso, no así el burgués. Cuatro virtudes pertenecen al noble o aristócrata: la virtud, el talento, el valor y la riqueza benéficamente empleada. ¿Cuántas el burgués? El burgués no tiene virtudes porque no está sujeto a ninguna moral, no hay moralidad en la «responsabilidad corporativa», en el «Estado de bienestar», tampoco la popular «filantropía» —Engels se preguntó «¿cómo puede uno no indignarse contra una clase que se jacta de ser filantrópica y abnegada cuando en realidad no se preocupa más que de enriquecerse a toda costa?»— ni en cualquier forma de welfare. Por el contrario, es sólo el deseo de armonizar para seguir produciendo porque todo el asunto económico de la oligarquía es la cremística, la producción —sin nada más que remitir a Álvaro d’Ors, quien ya se ha expresado con conocimiento de causa sobre el problema económico moderno—

El oligarca, el burgués, es un esclavo del dinero o, mejor dicho, de Mammón. Ni con los saberes, que bien pueden provenir de cualquier estrato social, llega a ser el burgués virtuoso porque su único interés es el oro, su sed de oro. Ya está atado, anclado a lo material. El burgués ya se había inventado el materialismo; el humanismo lo procreó de una vil manera, siguiendo el ejemplo protestante, y terminó el marxismo de llevarlo a sus instancias finales. Siendo el burgués vicioso, herético y carente de virtud, tiene de su lado lo peor de la modernidad, del romanismo, del contractualismo; no sabe del arte de gobernar, de la prudencia política, pero sí de la razón de Estado. Es un maestro de la revolución, de la conquista del Estado, de la toma del poder, de sus medios para conservarlos. Sabe de artimañas, de trucos, de engaño.

En ese sentido, el noble —o sus cenizas, sus restos— tiene una desventaja natural. Ernst Jünger se habría referido al caballero, al que aquí entendemos por noble, como alguien que estaba en desventaja frente al sofista —o en términos más concretos, el demagogo— y que al ser sus respuestas, o maneras, caballerescas estas ya de lleno eran anticuadas. Su naturaleza caballeresca perecerá con él. (Jünger, Eumeswil, p. 265). No es que concibamos al noble como un ser ingenuo, inocente. Se puede tener honor y, a la vez, astucia. La respuesta es que el noble, el aristócrata, pertenece a otra época. Otro período, otra temporalidad. El burgués, por el contrario, se corresponde con el revolucionario. Con su tradicional uso de las artimañas, ha sabido adaptarse cual logia francmasónica. El burgués mira al Estado nacional morir, ya acercándose a otra alternativa: la del «Estado mundial». Un imposible político, como lo fue en su momento la revolución con sus trágicas consecuencias, que costará más a los hombres de lo que costó el Estado moderno.

La aristocracia de sangre corre todavía entre principescas casas europeas pero no así la aristocracia del alma o del espíritu, motor político, social y moral del otrora aristócrata; aristocracia que, sin embargo, no es relegable únicamente a las familias nobles, a la «familia de familias», a los «ejemplares», que fundamentan el orden monárquico. La aristocracia del alma debe corresponder a los hombres que renuncian a ser eslabones de un orden mecánico, burocrático, inhumano y herético. Europa asesinó a la Cristiandad, el «Deus mortalis» cortó la relación social y moral de los hombres con Dios y la burguesía sedienta de sangre, acabó con la nobleza. Los últimos nobles, en suma, adoptaron el mimetismo con la burguesía a partir de la noción jurídica de ciudadanía —acertaba el tiro Gómez Davila al decir que «la aristocracia auténtica es un sueño popular traicionado por las aristocracias históricas»—. Finalmente, olvidaron su deber con Dios y con el pueblo. El patrón, el ejemplo, pereció. Lo que ya se ha dicho históricamente, en cuanto a las formas de gobierno: que la aristocracia puede hacerse oligarquía al perder su rectitud.

Jünger, refiriéndose al trabajador, dice que «no excluye» sino que «lo incluye» y esto es: «la escuela de la anarquía y la destrucción de los vínculos antiguos». El trabajador, que aquí convendríamos en diversificar en otros estratos sociales, tiene que «reivindicar», a partir de las vivencias anteriormente relatadas, «la libertad en un tiempo nuevo, en un espacio nuevo y mediante una aristocracia nueva». (Jünger, El trabajador: dominio y figura, p. 71).

La ausencia de sangre pero no de virtudes, de méritos, de honores y vínculos ancestrales, con Dios, la patria y la naturaleza, nos lleva a replantearnos la aristocracia social y espiritual; el «igualitarismo» aristocrático hispánico, ibérico. «Don», «doña». El ideal del caballero, el hidalgo castellano que se lanzó a la conquista y evangelización de América. Sobre las venas del marino vasco y del rodelero extremeño corría sangre hispánica, vertida por otras generaciones; no así la sangre del monarca, de los Trastámara, de los Habsburgo. Eran caballeros, poéticos guerreros. El estamento generador, creador, de nuestra posterior aristocracia americana e indiana. En conclusión, lo que Vázquez de Mella buscó definir con amplitud: «superioridad social reconocida, sea de cualquier categoría, cuyo prestigio se impone» y que esas legítimas superioridades, en sus palabras, «se destacan sobre la línea uniforme de la multitud, que todos deben poder traspasar accediendo por la escala del mérito».

¿Qué queremos para España?, se preguntaba, y con su fina, como carismática, oratoria daba respuesta a la multitud: «una federación de Repúblicas en los municipios, y aristocráticas, con aristocracia social, en las regiones, fundadas no en la voluntad arbitraria de un día, sino en la que expresan en la tradición los siglos, y levantadas sobre la Monarquía natural de la familia y dirigidas por la Monarquía política del Estado». A partir de su acertada aseveración, nosotros asentimos: «¡aristocracia social!». Cortados los vínculos, nosotros seguimos en la posición de herederos de los antiguos legatarios, reyes y aristócratas. Sin la monarquía política, nos regimos por la natural, la familiar. Aspiramos restaurar la política, restablecer; no revolucionar, establecer, crear. Nuestra brújula es la tradición, no la utopía.

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